Carta Editorial 154
Alguna de esas tantas noches, que tuve la oportunidad de acompañar a mi madre en el hospital (intentando ser un poco como mi hermana o como alguien que sí sabe cuidar a una persona que ha sido intervenida en un quirófano, y que en el caso de mi madre fueron más de una docena); debido a una mastectomía, los médicos me informaron: “Fue de alto riesgo y perdió mucha sangre, tuvimos que inducirle un coma, esperemos ver cómo reacciona y si puede despertar”. No es fácil escuchar esto y que te lo repitan, no te hace acostumbrarte a la idea. Solo podía esperar, pero en esa ocasión, y mientras miraba y escuchaba ese ritmo irritante, pero a la vez arrullador de los respiradores artificiales, empecé a quedarme dormido.
No sé si estaba soñando o si mi mente jugaba conmigo, pero recuerdo haber imaginado un gran palacio en medio de la nada (sorpresivamente no había reyes o emperadores), habitado por una especie de viejos eruditos y sabios en cualquier materia, que eran encargados de dar los nombres a los animales, objetos, sabores, colores ¡y hasta los sentimientos! estudiándolos y aprobándolos de acuerdo a sus características. En este sueño loco, entré a ese palacio y vi un gran salón donde el silencio no era incómodo y una gran paz se podía percibir apenas cruzando la entrada. Allí, se encontraba un grupo de estos profundos conocedores de todo. Justo a mi llegada, se encontraban por nombrar a una sensación, cuyas características eran: un profundo anhelo que te ilumina la mirada y el alma, que se contagia y que es más fuerte que nada pero a su vez, es como una llama que por más intensa y viva que sea, también es frágil y ante cualquier viento ligero puede extinguirse. Una sensación que genera fe y que siempre es la última en morir. Después de probar varios nombres y no estar de acuerdo, por fin encontraron uno y de manera unánime asintieron. Le llamaron Esperanza, un apropiado nombre de mujer y que, al igual que ella, es fuerte pero al mismo tiempo frágil. Una fuerza incansable que permanece hasta el final y que, aún convaleciente, su mayor preocupación siempre es su familia.
De nuevo me perdí en la conciencia y me pregunté si había soñado despierto o si dormí de verdad, lo cierto es, que desperté sin tanta angustia. Ese sueño y el amor de mi madre por sus hijos, le dieron una permanente esperanza de sobrevivir. Sonreí sin razón aparente y esperé sin temor. Mi madre despertó un par de días después y vivió algunos años más, teniendo en su mayoría días buenos y por supuesto algunos malos. Si algo puedo afirmar, es que esa noche supe el verdadero significado de la palabra esperanza.
El cáncer de mama es un mal que en su fase tardía es mortal, pero este puede prevenirse si se detecta a tiempo, de ser así, la esperanza, calidad y cantidad de vida es prácticamente la misma a la de alguien que no lo padece. La cultura de la detección debe ser un hábito en cada mujer y en cada hombre. La esperanza debe contagiarse para que cuando la necesitemos, sea para reforzar nuestra fe en otras cosas que no impliquen un riesgo de vida.