Carta Editorial 120
Al ver a un niño o niña jugar con la mirada puesta en su juguete o simplemente adentrándose en su imaginación, al verlos sonreír, felices en su mundo donde no hay prisa, donde todo es como su mente quiere que sea, muchas veces escuchamos decir a algún adulto o nos sorprendemos a nosotros mismos pensando “¡quien fuera niño de nuevo!”.
Todos lo fuimos y quienes disfrutamos de nuestra infancia, seguramente seguimos manteniendo vivo a nuestro niño interior; yo me siento afortunado de recordar sin evitar sonreír esa época cuando tenía 8 o 9 años. No importaban ciertas carencias pues mi madre me hacía sentir que no me faltaba nada; y así era, la tenía a ella. Si tenía frio, me cobijaba; si lloraba, me consolaba; si tenía hambre (que era bastante seguido), siempre había que algo que comer; y si tenía algún antojo, como de un chocolate o una golosina, que en mi casa no eran tan comunes, también podría tenerlo, eso sí, debía cumplir primero con mis deberes y darle un beso en la mejilla.
Recuerdo como si hubiera sido hace apenas unos días cuando a la hora de levantarme, decía el clásico “¡otro ratito, mamá!”, y en ese ratito soñaba que me vestía el uniforme, desayunaba con mucha calma y prácticamente me veía en la puerta de la escuela
pero pasados los minutos de gracia, una voz suave, angelical pero firme y hasta un tanto atemorizante me decía: “¡Ya Jesús, pasaron cinco minutos, a levantarse!”… y tenía que volver a vestirme y desayunar y caminar a la escuela, pero esta vez de verdad. Siempre llegaba puntual a pesar de mi dificultad para levantarme temprano y se lo decía a mi madre: “¿Ves? Siempre me levanto temprano, esta vez déjame dormir un poco más”; ella solo sonreía y me decía: “Es que te levanto media hora antes de lo normal”. Ella me conocía más que yo mismo y eso con el tiempo no cambia: crecemos, nos hacemos complicada la vida en algunos aspectos, la enfrentamos con las bases que nuestros padres nos dieron y, mal que bien, libramos los obstáculos que se nos van presentando.
Ellas, las mamás, siempre saben cuando estamos tristes, molestos, preocupados y hasta más felices de lo habitual. Nos sienten y las sentimos de una y mil maneras, vemos su ref lejo en nosotros; se ve incluso en nuestros hijos, pues para ellos, ellas son otro tipo de mamá, son la abuelita cariñosa, la que tiene mil historias, la cómplice incluso de las travesuras. Hay lazos fuertes, pero el de una madre es irrompible, se siguen preocupando por nosotros aún adultos y nunca dejan de cuidarnos, incluso cuando ya no están.
No dejemos de decirle “¡Gracias!” y reconocer todo lo que dan sin que se lo pidamos. Mi madre era una mujer muy trabajadora que me enseñó sobre todo eso; así veo a muchas mamás en el turismo, que trabajan y luchan por sobresalir y aportar a este medio; veo una de ellas en casa y veo a la madre de mis hijos, en la familia, en la oficina, en los eventos y en las agencias de viajes y operadoras. A todas ustedes, mamás del turismo, y a la mía por supuesto hasta donde se encuentre (seguramente celebrando con la Madre de todos), ¡Muchas gracias y feliz día!